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martes, 18 de febrero de 2014

Como cambian los cuentos...


De nuevo estaba allí. Totalmente desnuda y acariciando su propio cuerpo. Caliente, excitada. Apenas una ligera caricia con la yema de los dedos sobre sus pezones los había endurecido. Aquí se sentía sexy, atrevida. Su cuerpo respondía sin inhibición, siempre ansioso por recibir el extenuante placer que él le proporcionaba.

Lamió sus dedos y martirizó sus sensibles brotes con ellos y al pellizcarlos, la pequeña punzada de dolor, originó un torrente de deseo que corrió por su cuerpo hasta su entrepierna haciendo que su clítoris palpitara por la necesidad. Recorrió lentamente, en una agónica caricia, su piel hasta llegar a su sexo. Cubrió con la mano su monte de Venus y con el dedo corazón se acarició hasta que este se abrió paso entre sus inflamados labios para acabar en su entrada. Mojado con su excitación lo llevó hasta su clítoris y con movimientos circulares le dio los cuidados que se merecía. Era delicioso sentir como sus propios jugos hacían que su dedo se sintiera como la caricia de una lengua. Su necesidad por alcanzar el orgasmo aumentaba al igual que sus caricias, eran aceleradas como su respiración. Solo un poco de presión sobre su eréctil clítoris y los músculos de sus piernas comenzarían a tensarse, entonces sería cuestión de segundos que el orgasmo la arroyara.

—Despacio—susurró él con voz ronca y preñada de deseo frente a ella—. Sabes que disfruto cuando te lo haces lento.

Incapaz de negarse, o mejor dicho, no queriendo hacerlo, con descaro y provocación se introdujo un dedo en la boca. Lo chupó con gula mientras lo humedecía imaginando que era su miembro y no una burda y pequeña imitación. Se acuclilló frente a él, abrió las piernas y comenzó a acariciarse lentamente.

— ¿Mejor así? —Preguntó con fingida inocencia y obteniendo como respuesta tan solo una ahogada exhalación del hombre que la observaba acariciarse oculto en las sombras—. Si me porto bien… ¿me dejarás tomar el timón? —rogó con apenas un hilo de voz cuando introdujo los dedos en su interior.

— ¡Ven aquí! —le ordenó incapaz de resistir la tortura auto impuesta. Le fascinaba su sexualidad, la facilidad con que su cuerpo reaccionaba a su simple voz, como su cuerpo temblaba ante sus exigencias.

Con un contoneo sensual de caderas se acerco a él sin apartar la mirada de la mano que empuñaba su erección. Desde la base hasta la punta resbalaba arriba y abajo sobre su pene, un movimiento hipnótico que hizo que su útero se contrajera de anticipación. Mojado, necesitado, huérfano, vacío. Se situó a horcajadas sobre él y descendió introduciendo centímetro a centímetro su erección hasta albergarla por completo en su interior.

—Si eres buena te nombraré mi timonel... ¿Te gustaría, preciosa?

Un jadeo escapó de sus labios al sentir la fría caricia del metal rozar la piel de su espalda. Era peligroso, temerario, y precisamente por eso hacía que el acto de entregarse a su merced resultara tan apasionante. Comenzó a oscilar las caderas disfrutando con el placentero cosquilleo que su vello púbico proporcionaba a su clítoris, desesperada por apaciguar la quemazón que sentía entre las piernas. Su sexo se sentía como un volcán preparado para la erupción y ansiosa aceleró el vaivén de su cuerpo buscando su propio clímax, pero su fuerte mano apresó su cadera ralentizando el movimiento. El marcado ritmo decadente que imprimía con cada envite no tardó en llevarla de nuevo a lo más alto y aferrada a sus hombros lo montó del modo en que él le había enseñado, sin prisas, alargando el momento, paralizando el tiempo con una erótica y sincronizada danza. Con cada certera e intensa estocada sus cuerpos chocaban. Sintió como sus piernas se tensaron, ya eran incapaces de soportar el peso de su cuerpo, su corazón latía desenfrenadamente y su respiración era errática. Estaba cerca... tan cerca. Arqueó la espalada y gimió de éxtasis ante la fricción de su pene, en esta posición rozaba ese punto en su interior en el cual ya no había retorno y que siempre la hacía estallar. El orgasmo la arrolló impactando en ella con la misma fuerza que las olas del mar lo hacían contra las rocas y por unos segundos el mundo se detuvo. Él tenía razón, lo mejor para luchar contra el tiempo no erradicaba en romper los relojes, sino en hacer que este se detuviera, y no había nada como un orgasmo para detenerlo.

—Mi capitán... ¿Cuándo podré... tener suficiente... de ti?-preguntó jadeante, con la voz entrecortada presa de las embestidas de su osado capitán.


—Nunca, mi dulce Wendy... nunca jamás-.sentenció el Capitán Garfio en el mismo instante que se derramaba en su interior.